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Peor que hace 34 años

Tenemos que encontrar un líder que nos una como nación. Ya fue suficiente de gobernantes que aticen el odio y nos dividan. Se lo debemos a Miguel. Se lo debemos a Alejandro y a todas las generaciones venideras. 

Diana Saray Giraldo

Hace 34 años, Miguel Uribe Turbay corría inquieto junto al ataúd de su mamá, Diana Turbay. Con solo 4 años, miraba a todos lados sin entender qué pasaba, mientras el cuerpo de su madre descendía al sepulcro. Su padre lo alzaba en brazos tratando de consolarlo. Tres décadas después, ese padre enterró también a ese niño, que convertido en senador murió asesinado cuando aspiraba a ser presidente. Ahora era su hijo Alejandro el que, con los mismos 4 años que tenía su papá cuando mataron a DianaTurbay, miraba el ataúd de su padre sin entender qué pasaba. Apenas jugaba a su alrededor, para luego poner encima de su cuerpo una rosa blanca.

Miguel Uribe Londoño lo narró en su propia voz durante el funeral de su hijo: “Hace 34 años la guerra se llevó a quien fue mi esposa, Diana Turbay. Tuve que decirle a un niño de apenas 4 años con todo el dolor de mi alma la horrenda noticia del asesinato de su madre. En esta misma Santa Catedral cargué en un brazo a Miguel y en el otro el ataúd de su mamá, Diana. Hoy, 34 años después, esta absurda violencia también me arrebata a ese mismo niño que se convirtió en un hombre bueno, esposo amoroso, padre ejemplar y líder honrado y valiente. Hoy, 34 años después, también tuvimos que decirle a mi nieto Alejandro, el pequeño hijo de 4 años que deja Miguel, que también su padre fue asesinado”.

La muerte del senador Miguel Uribe Turbay nos recordó de la forma más dolorosa que Colombia no ha sido capaz de romper el círculo de violencia en el que está sumido desde hace varias décadas. Su asesinato es también una herida de muerte a nuestra democracia. Pero para esos jóvenes que por alguna razón solo tienen como referencia de la dinámica política a la Colombia que inicia con Álvaro Uribe Vélez, la muerte de Miguel Uribe fue casi que un caso aislado, un asesinato más de los 35 que en promedio ocurren en el país. Incluso muchos de ellos alegaron furiosos en sus redes que la indignación por la muerte de Miguel no era la misma frente al asesinato de líderes sociales o de campesinos, y que esas sí debieran dolernos, como si el origen social o la causa política determinaran el dolor que de acuerdo con ellos debía ser válido. Muchos de estos jóvenes son seguidores del actual gobierno, votaron por él movidos por el interés genuino de un cambio, convencidos de que todo estaba mal y que Colombia era un país fallido.

Pero para quienes hemos vivido la realidad de este país ya por varias décadas, la muerte de Miguel Uribe es una de las peores tragedias, porque nos regresa a angustias y vivencias que pensábamos superadas. Para las generaciones que crecimos entre el terrorismo de Pablo Escobar, los carteles de Cali y Medellín, los secuestros de las Farc, la voladura de oleoductos del ELN, los collares bomba y todo el horror que desconoce esta última generación, la muerte de Miguel Uribe significa ratificar que por más intentos hechos no hemos sido capaces de abandonar la violencia y que no somos capaces siquiera de garantizar la vida de quienes aspiran a ser elegidos. La muerte de Miguel Uribe es la ratificación de que siguen siendo los grupos armados y los violentos los dueños y señores del país y quienes determinan su destino.

Y en Colombia es esta violencia la que ha elegido presidente. En el país, los gobernantes se eligen por la rabia, por el dolor que deja la muerte de tantos inocentes, por el deseo de que la violencia cese y podamos por fin saber qué significa vivir en un país en paz. Así ha sido siempre y esta próxima elección no será la excepción. El cobarde asesinato de Miguel Uribe nos ha sumido de nuevo en la rabia y la desesperanza. Es el séptimo candidato presidencial asesinado en Colombia, desde la muerte de Jorge Eliécer Gaitán, a la que le siguieron Jaime Pardo Leal (1987–Unión Patriótica), Luis Carlos Galán (1989–Nuevo Liberalismo), Bernardo Jaramillo Ossa (1990–Unión Patriótica), Carlos Pizarro Leongómez (1990–AD M-19) y Álvaro Gómez Hurtado, que fue candidato presidencial en tres ocasiones, asesinado en 1995 (Partido Conservador).

Pero hoy algo es distinto y hace nuestro presente aún más doloroso y desesperanzador: cuando sucedieron todas estas muertes en el pasado, el país lloraba unido, tenía un dolor común y un enemigo común. Anhelaba poner fin a la violencia y sabía que su lucha era contra el narcotráfico, contra las guerrillas, contra la corrupción. Cada una de esas muertes nos unió en un abrazo, en las mismas lágrimas, en el mismo sentimiento de querer un mejor país para todos. Hoy, por el contrario, nos convertimos en enemigos entre nosotros mismos y las muertes se lloran dependiendo de la orilla política en la que nos encontremos. Mientras desgastamos los días atacándonos entre unos y otros, esos violentos, esas organizaciones armadas, esos narcotraficantes, crecen y se apoderan del territorio nacional y otra vez deciden por el país. 

Toda muerte violenta es un fracaso como sociedad. Pero la muerte de Miguel será la condena de nosotros como nación si no logra unirnos. Hagamos que su vida sea la semilla de una nación que pueda entender que los enemigos no somos quienes pensamos distinto, sino esos violentos que lo que quieren es que nos odiemos para seguir siendo ellos los amos y señores.

Tenemos que encontrar un líder que nos una como nación. Ya fue suficiente de gobernantes que aticen el odio y nos dividan. Se lo debemos a Miguel. Se lo debemos a Alejandro y a todas las generaciones venideras.

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