“Ese señor me hizo daño cuando acababa de cumplir 16 años. Inicié el proceso penal cuando tenía 29 años. Él me arrebató 13 años de tranquilidad y lleva consumiéndome los últimos cinco años de paz”.
Alberto Donadio
Según lo que ha revelado el veterano periodista Juan Carlos Gutiérrez en Vanguardia (antes Vanguardia Liberal), es de gran valentía la tarea que se impuso la víctima de un sacerdote católico pederasta. En 2007, la víctima tenía 16 años y fue objeto de abuso sexual por parte de Jaime Vargas Ruiz, que fue presidente del Tribunal Eclesiástico de Socorro y San Gil. A ese tribunal llegaban los procesos contra sacerdotes acusados de pedofilia. En octubre, el acusado debe comparecer ante el juez penal de Moniquirá, Boyacá, para una audiencia en el proceso penal por acto sexual violento con menor de edad.
Ya se logró la expulsión del sacerdote. El año pasado, la víctima, que hoy tiene 33 años, fue citada ante el Tribunal Eclesiástico Metropolitano de Bogotá. Allí le notificaron el decreto que estableció como pena “la expulsión del estado clerical del sacerdote Jaime Vargas Ruiz” prevista en el canon 1336, sección 5, del Codex Iuris Canonici, el Código de Derecho Canónico, “por haber sido encontrado culpable de delictum contra sextum cum minore”, es decir, delito contra el sexto mandamiento con menor. Según un tratadista de derecho canónico, los delitos contra el sexto mandamiento son fornicatio, adulterium, stuprum, concubinatus, lenocinium, raptus, incestus, sacrilegium carnale, sodomia y bestialitas.
Las penas que se podían imponer en el caso de Vargas Ruiz oscilaban desde el mandato de residir en un determinado lugar, el pago de una multa, la prohibición de residir en determinado lugar, la prohibición de desempeñar algunos cargos, ministerios o funciones, o vestir el hábito religioso hasta la más severa: la expulsión del estado clerical.
Fue ese castigo el que se aplicó a Jaime Vargas Ruiz. El decreto de expulsión del sacerdocio también señala: “Se indicó que la Diócesis de Socorro y San Gil reprueba y pide perdón por lo sucedido, y ofrece acogida, escucha y acompañamiento al señor ——, como la disponibilidad para atender los requerimientos necesarios para adelantar un proceso de sanación espiritual y/o psicológica”.
El nombre de la víctima es público, se conoce, él no lo oculta, pero decidí omitirlo por un comentario suyo en la entrevista con Juan Carlos Gutiérrez: “Sí me gustaría contarle un caso doloroso que me ocurrió. Antes de trabajar en el sector oficial, fui docente en un colegio privado que era católico. En ese momento, la investigación, tanto en la Iglesia como en la Fiscalía, estaba en su punto más intenso, es decir, me citaban a declaración dos y tres veces por semana. Yo vivo en Bogotá, pero el proceso penal contra Jaime Vargas Ruiz está radicado ante un juez de Moniquirá. Usted entenderá que el viaje hasta allí desde Bogotá no es sencillo, es decir, se requiere tiempo para los desplazamientos. En ese entonces me tocaba pedir muchos permisos para esas diligencias. Cuando la rectora, que era una monja, se percató del proceso penal y en la Iglesia, me llama. La rectora me aclara que no me iba a preguntar detalles del caso, que ella solamente me iba a pedir un favor. Entonces, la monja me dice: ‘No me vaya a tocar las niñas’. Esas fueron sus exactas palabras”.
Hubo otras víctimas: “Gracias a la divulgación de este caso, tenemos conocimiento de cuatro víctimas más de abuso por parte de Jaime Vargas Ruiz cuando fue sacerdote en la Diócesis de Socorro y San Gil. A ellos los estamos asesorando con mis abogados. Buscamos que todos estos casos no queden en la impunidad. Cada víctima tiene su propio proceso, no es algo homogéneo. Una de ellas está resuelta a denunciar; para las otras ese proceso no es tan fácil. Una de ellas, por ejemplo, quiere dejar todo en el pasado y lo único que me ha dicho es que está dispuesta a realizar una declaración, pero que no quiere entrar en ningún proceso legal. Tres de ellas son de Santander y una más en Bogotá. Todas somos víctimas de Jaime Vargas Ruiz cuando actuó como sacerdote en la Diócesis de San Gil y Socorro. Todos son hombres y los hechos ocurrieron cuando éramos menores de edad, es decir, teníamos una edad entre 15 y 17 años. Ese señor me hizo daño cuando acababa de cumplir 16 años. Inicié el proceso penal cuando tenía 29 años. Él me arrebató 13 años de tranquilidad y lleva consumiéndome los últimos cinco años de paz”.