En Colombia ya no hay noticieros, hay capítulos diarios de una tragicomedia escrita por un guionista que claramente consume más de lo que el propio presidente parecía haber probado en Japón. Porque sí, mientras el mundo habla de desarrollo tecnológico, comercio y diplomacia, a nosotros nos representa un presidente que se pasea por Osaka con la mirada perdida, hablando de diez millones de toneladas de lechona como si fuera premio Nobel en gastronomía criolla. ¿Visión de estadista? No. Más bien parece un comercial de lechonera en Sopó, pero con jet privado y traductor confundido.
Y mientras el padre se embadurna de grasa política, el hijo —Nicolás Petro— se hunde en otro capítulo judicial. Ya no basta el lavado de activos y el enriquecimiento ilícito, ahora también aparecen contratos turbios y falsedades públicas. A este paso, el muchacho va a necesitar un álbum Panini con todas las imputaciones que coleccione. El único problema es que, en vez de figuritas brillantes, lo que trae son medidas de aseguramiento.
Pero tranquilos, que la república no se detiene: aquí hay cortinas de humo para todos los gustos. ¿Que hoy hablamos de Nicolás? Mañana sale Benedetti o Saade filtrando chats pidiendo puestos en la DIAN, como si el erario fuera su mesada familiar. ¿Que pasado mañana la cosa se enfría? Pues sacamos a Juliana Guerrero, la “contadora exprés”, titulada sin Saber Pro y graduada con el método infalible de la rosca académica. Un diploma que huele más a falsificación de esquina que a título profesional.
Y si eso no alcanza, siempre queda la joya de la corona: la jueza Sandra Milena Heredia, quien condenó a Álvaro Uribe sin siquiera estar habilitada legalmente para ser jueza. En cualquier país serio esto sería un escándalo mayúsculo; aquí apenas es martes.
¿Todavía no es suficiente circo? Entonces metamos en escena a la Primera Dama, Verónica Alcocer, que decidió darse una vuelta por la cárcel La Picota. No para visitar a algún familiar en desgracia, no: para “dialogar” con internos de alta peligrosidad, como si aquello fuera una tertulia cultural. Nadie sabe si fue turismo carcelario, campaña de imagen o un casting para la próxima novela de Caracol. Lo único claro es que mientras las familias de las víctimas no reciben visitas, la Primera Dama se pasea con sonrisa diplomática por los pabellones.
Mientras tanto, Petro se desvive defendiendo a su colega Maduro, el gran demócrata caribeño, protector de elecciones libres y distribuidor de miseria socialista. Cada vez que el presidente colombiano se quiebra la voz hablando de su “hermano Nicolás”, los venezolanos en Colombia sienten que fue un acierto empacar sus maletas.
Lo cierto es que el país se ha convertido en un teatro de humo: un escándalo tapa al otro, como capas de cebolla podrida. Cuando creemos que hemos llegado al límite del absurdo, nos sorprenden con una nueva dosis. Y ahí vamos, aplaudiendo o insultando desde las gradas, como si todo fuera un reality show.
En conclusión, Colombia no tiene Gobierno: tiene un elenco estable de cirqueros, prestidigitadores y actores improvisados. Y mientras el telón siga subiendo cada mañana, el espectáculo continuará. Porque en la república de Petro, la corrupción, la mediocridad y la payasada no son un accidente: son la política oficial.