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El precio de pensar distinto

Este es el verdadero desafío de nuestro tiempo: garantizar que la libertad de pensamiento no sea una sentencia de muerte.

Luis Carlos Vélez

El asesinato de Charlie Kirk en Estados Unidos y el de Miguel Uribe en Colombia no pueden entenderse como hechos aislados o meros episodios de violencia política. Representan algo más profundo y perturbador: la confirmación de que, en diferentes latitudes, las ideas conservadoras están siendo perseguidas con una saña que contradice por completo los valores democráticos que supuestamente compartimos. Me explico.

Lo irónico –y al mismo tiempo alarmante– es que esta persecución ocurre en sociedades que se autodefinen como abiertas, diversas y tolerantes. La izquierda ha hecho de la equidad, la inclusión y la libertad sus banderas discursivas. Sin embargo, cuando esas mismas banderas se enfrentan a voces que cuestionan sus postulados, el respeto se desvanece. De la discrepancia se pasa rápidamente al señalamiento, de ahí a la estigmatización y, en casos extremos, a la peligrosa minimización del rival. Yo he sido víctima de eso. Me han dicho de todo, cancelado, acosado, insultado y minimizado laboralmente por simplemente negarme a comer entero, por cuestionar o por darle voz al otro lado. Es verdad.

Si eres conservador, o te niegas a comulgar completamente con el progresismo, entonces eres nazi, paramilitar, homofóbico, transfóbico y destructor del medioambiente. Para el activismo todo es binario, no hay punto medio. Es completamente perturbador y doloroso escuchar y ver personas que se dicen ser defensoras de los derechos de los demás, bailando y diciendo que es justicia divina que mataran a Kirk o que eliminaran a Miguel Uribe.

Charlie Kirk, figura de referencia para millones de jóvenes conservadores en Estados Unidos, fue silenciado de la manera más brutal: con balas. Paradójico, Kirk se hizo famoso debatiendo. Miguel Uribe, político colombiano que también representaba un sector conservador, corrió la misma suerte. Dos contextos distintos, dos países diferentes, pero un mismo patrón: la intolerancia hacia quienes se atreven a pensar diferente. La lista sería incluso mayor si incluyéramos a Fernando Villavicencio en Ecuador.

Este tipo de hechos revelan una peligrosa incoherencia en el universo supuestamente de la humanidad e inclusión. Se trata de un movimiento que predica la apertura, la tolerancia, la diversidad, la equidad y la igualdad. Y, sin embargo, cuando se enfrenta a posturas diferentes, muchas veces responde con cerrazón, intolerancia y hasta odio. Esa contradicción mina la credibilidad de su discurso y, lo que es aún peor, erosiona las bases del pluralismo democrático.

No se trata aquí de desconocer que el fanatismo también existe en sectores de derecha, ni de afirmar que la intolerancia es patrimonio exclusivo de un espectro ideológico. En el caso particular de Trump, existe una narrativa que estigmatiza especialmente a los migrantes y que se traduce en abusos a una comunidad creciente y subrepresentada. Eso está mal. Punto. Sin embargo, se debe subrayar que, en la práctica, hoy la violencia recae de manera particular sobre voces conservadoras que, más allá de ser controversiales o incómodas, tienen derecho a existir y a expresarse.

El riesgo es evidente: si a los conservadores se les acalla a la fuerza, ¿qué sigue? ¿Quién decide qué ideas merecen protección y cuáles no? Esa es una pendiente resbaladiza que lleva directo a la negación de la democracia misma.

Pero no podemos quedarnos en el cómodo terreno de culpar siempre al otro. Resulta demasiado fácil, en medio del dolor y la indignación, señalar al adversario político como único responsable. En lugar de ese ejercicio de transferencia de culpas, lo que se necesita con urgencia es autocrítica. Alguien debe dar el primer paso para frenar esta espiral de odio.

La autocrítica implica reconocer que todos los actores políticos, de izquierda y de derecha, han contribuido a polarizar y radicalizar el debate. No basta con exigir que el otro lado cambie; es indispensable que cada quien asuma su cuota de responsabilidad y que desde cada orilla se dé el primer paso.

El asesinato de Charlie Kirk y el de Miguel Uribe son un llamado de atención brutal: no se puede seguir jugando con fuego. La democracia es, por definición, el espacio donde caben todas las ideas, incluso las que incomodan, incluso las que irritan. En este momento, lo que está en juego no es la supremacía de una ideología sobre otra. La tolerancia, para ser verdadera, debe incluir a quienes no piensan como uno. Si solo se respeta a quienes están de acuerdo, no estamos hablando de tolerancia, sino de hegemonía disfrazada.

Charlie Kirk y Miguel Uribe fueron asesinados por pensar diferente. Honrar su memoria no significa canonizarlos ni aceptar sin reparos sus ideas, sino defender el principio básico de que en democracia nadie debería morir por expresarse. Ese es el verdadero desafío de nuestro tiempo: garantizar que la libertad de pensamiento no sea una sentencia de muerte.

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