Frente a los fogones de la Negra Hipólita, nodriza de Simón Bolívar, Carolina Trujillo enciende un cigarrillo, y el destello del cerillo, en la penumbra, se refleja en sus pupilas melancólicas
Bogotá: el museo oculto del vestuario en miniatura, anclado en un bar fantasma de las emblemáticas Torres del Parque
Museo miniatura en Torres del Parque
Carolina Trujillo en ‘Barcarola’ (Torres del Parque), el «bar muerto» que hace 24 años alberga los dioramas con los «monos» que narran la evolución del vestido, en miniatura, a través de la historia de la humanidad.
Carolina Trujillo Dávila, actriz, escenógrafa y vestuarista, le ha dedicado 60 años a su obsesiva exposición, estancada en el olvido y la indiferencia de los entes culturales.
Frente a los fogones de la Negra Hipólita, nodriza de Simón Bolívar, Carolina Trujillo enciende un cigarrillo, y el destello del cerillo, en la penumbra, se refleja en sus pupilas melancólicas.
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Museo miniatura en Torres del Parque
La artista Carolina Trujillo junto al diorama de Francisco de Paula Santander, rodeada de mujeres criollas, período de la Independencia.
La escena no se produce en las tablas con uno de los tantos personajes que Trujillo, en su juventud, interpretó en el Teatro Popular de Bogotá (TPB), sino en ‘Barcarola’, un bar fantasma, náufrago en el tiempo, ubicado en los bajos de las emblemáticas Torres del Parque (del maestro Rogelio Salmona), donde la octogenaria y recordada actriz, escenógrafa y vestuarista, instaló hace ya casi 25 años su museo del traje en miniatura, desde la edad de piedra, y su evolución en la historia de la humanidad.
La esclava Hipólita, que amamantó al Libertador, rodeada de trastos, canastos y chorotes, es uno de los más de 100 «monos», como Carolina llama a los modelos de su exposición, compañeros únicos en la novelesca vida de la virtuosa artista, que en su época dorada dejó valioso registro en series y telenovelas, como Concepción Landarete, en ‘Los pecados de Inés de Hinojosa’; Victoria Pinedo, en ‘Caballo viejo’; o la inolvidable Francisca García Muriel, de ‘La Casa de las dos palmas’; entre muchos roles.
El del vestuario, dice Trujillo, es un trabajo de toda la vida, «de cuando acompañaba a mi madre Sara (Dávila Ortiz), maestra de Bellas Artes, en su taller de cerámica, y mientras ella trabajaba en sus moldes, yo seguía sus pasos con arcilla, acrílico y telas para hacer monachos y vestir muñecas. Mamá me enseñó las primeras letras en las páginas de El Tiempo, y mi padre (Sergio Trujillo Magnenat), en la cartilla Charry, que él ilustraba.
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Carolina Trujillo Dávila, actriz, escenógrafa y vestuarista, le ha dedicado 60 años a su obsesiva exposición, estancada en el olvido y la indiferencia de los entes culturales.
ricardo rondón
03 de noviembre 2024, 10:10 P.M.
Actualizado:04.11.2024 00:00
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Frente a los fogones de la Negra Hipólita, nodriza de Simón Bolívar, Carolina Trujillo enciende un cigarrillo, y el destello del cerillo, en la penumbra, se refleja en sus pupilas melancólicas.
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La esclava Hipólita, que amamantó al Libertador, rodeada de trastos, canastos y chorotes, es uno de los más de 100 «monos», como Carolina llama a los modelos de su exposición, compañeros únicos en la novelesca vida de la virtuosa artista, que en su época dorada dejó valioso registro en series y telenovelas, como Concepción Landarete, en ‘Los pecados de Inés de Hinojosa’; Victoria Pinedo, en ‘Caballo viejo’; o la inolvidable Francisca García Muriel, de ‘La Casa de las dos palmas’; entre muchos roles.
El del vestuario, dice Trujillo, es un trabajo de toda la vida, «de cuando acompañaba a mi madre Sara (Dávila Ortiz), maestra de Bellas Artes, en su taller de cerámica, y mientras ella trabajaba en sus moldes, yo seguía sus pasos con arcilla, acrílico y telas para hacer monachos y vestir muñecas. Mamá me enseñó las primeras letras en las páginas de El Tiempo, y mi padre (Sergio Trujillo Magnenat), en la cartilla Charry, que él ilustraba.
Museo miniatura en Torres del Parque
Antonio Nariño y su esposa Magdalena Ortega, con la imprenta de donde salieron Los Derechos del Hombre.
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Papá fue un artista brillante, autodidacta: pintor, ilustrador, muralista, anatomista, pionero en Colombia del cartelismo y el diseño gráfico; fue socio fundador de la revista Life; de la revista América, que dirigía Germán Arciniegas; ilustró los doce números de la revista escolar ‘Rin Rin’, cuando Arciniegas fue ministro de educación en el mandato de López Pumarejo, entre muchas publicaciones; y como pintor, enorme precursor del arte moderno, hasta que llegó Marta Traba y lo borró de un plumazo», recuerda Carolina, alumbrada por la tenue luz de sus dioramas.
«Aprendí viendo a mis padres trabajar, que fueron muy talentosos y dedicados al arte. Se la pasaban trabajando en la casa de Chapinero Alto que construyó el arquitecto suizo Víctor Schmid, amigo de papá. Allí flotaba el arte y la cultura, y era frecuentada por artistas, poetas y literatos como Gonzalo Ariza, León de Greiff, Eduardo Carranza, Germán Arciniegas, muchos, que armaban unas tertulias que nos dejaban boquiabiertos. Mis cinco hermanos (tres mujeres, tres hombres) salieron artistas: María Clara, pintora y escultora; Sergio, fotógrafo; Jaime, pianista; Alberto, el menor, escritor e historiador», relata Trujillo.
Sus dioramas son las representaciones del vestuario a escala, a través de la historia, en épocas cruciales que comprenden, entre otras, la edad de piedra, el período Cretense, Bizancio, Egipto, Roma, la Rusia de los zares, la Inglaterra Victoriana, la Edad Media, el Renacimiento Español, el Barroco; los siglos XVIII, XIX y XX, América; y la Colombia prehispánica desde la conquista, pasando por la colonia, hasta su era republicana.
Trajes y épocas
Un trabajo arduo, «de 60 años», refiere Carolina, que se forjó en un juicioso estudio de la memoria universal del traje, impresa en enciclopedias, tratados especializados en moda, tradiciones y costumbres; novelas de caballería, cronistas de Indias, incunables de la biblioteca de sus padres, un caudal de conocimiento y referencias que ella después complementó con sus estudios teatrales, de vestuario, escenografía y museografía, en el British Drama League, y en el Museo Victoria y Alberto, de Londres.
En la época movida del teatro experimental colombiano, como fue en Bogotá el TPB, del que fue actriz fundadora, Trujillo Dávila dice haber diseñado y confeccionado gran parte del vestuario de obras clásicas del viejo Odeón, como ‘I Took Panamá’, ‘Ricardo III’, ‘La muerte de un viajante’, ‘La ópera de tres centavos’, ‘El Tío Vania’, entre tantas que abrieron telones y retribuyeron palmas, con la sapiencia y el pulso de dramaturgos y directores de la talla de Carlos José Reyes, Jorge Alí Triana y Luis Alberto García; lo mismo que en producciones televisivas como ‘La Casa de las dos Palmas’.
En el recorrido por los dioramas instalados en la primera planta de ‘Barcarola’, y en el sótano, al que se baja por una escalera de caracol, se observa el preciosismo de las figuras, de delicados detalles anatómicos, recreados con el vestuario y el ambiente de la época a la que pertenecen, con su respectivo mobiliario en madera, admirable obra del miniaturista Óscar Bonilla
Se aprecian, en este recóndito lugar, enclavado en el centro de Bogotá, apenas alumbrado por las tímidas lucecitas de las vitrinas, los «monos» que han cobrado vida histórica gracias a la genialidad y la obsesión de Carolina Trujillo:
Simón Bolívar y Manuelita Sáenz. Santander, las Ibáñez, damas santafereñas ataviadas al estilo de la Inglaterra Victoriana. Juana ‘La Loca’ (con batea y chorote). Cazadores siberianos. Cleopatra, Reina de Egipto. Teodora, esposa del emperador Justiniano. Ana Bolena, segunda esposa de Enrique VIII. Robín Hood. Iván ‘El Terrible’. Los sarracenos de Córdoba. Luis XIV y madame de Maintenon. Luis XVI y María Antonieta. Domenico Scarlatti con su clavicordio. Antonio Nariño y su esposa Magdalena Ortega, con la imprenta de los Derechos del Hombre. Pobladores y gendarmes de la vieja Santa Fe de Bogotá. La lista es larga…
Por amor al arte
Carolina suspira profundo y se explaya compungida:
«Y, lo que tengo en el apartamento, que es mi taller, repleto de cerámicas, pinturas, moldes, pegantes, herramientas. Allí trabajo día y noche, porque no puedo dormir, si acaso un par de horas, pero en la mañana, ¡Ay!, estoy agotada y endeudada, y sin recibir un peso, ni de los monos, ni como actriz, porque en 2011 me retiré de la televisión por el irrespeto y el trato desconsiderado que me daban. No hay derecho.
Me he pasado la vida trabajando, y llamando y enviando cartas al Ministerio de Cultura y al Instituto de las Artes, a ver si se interesan en mi museo del vestido, pero sin ninguna respuesta. A lo mejor lo quieren regalado, con todo lo que he invertido, y la vida que le he dedicado. Como una universidad que dijo que me lo recibía, pero como donación, qué tal…», remite afligida Carolina.
Hace 25 años, aconsejada, abrió el bar (valga el contrasentido, a puerta cerrada), en el contexto temático de su obra museográfica, para clientes selectos, amantes del arte, con música barroca. Trujillo, con préstamos, lo puso en marcha y lo bautizó ‘Barcarola’. Lo empezaron a frecuentar sus amigos artistas, bohemios, intelectuales, felices y amañados, pero el «barco ebrio» naufragó y se fue a pique al poco tiempo. Queda la barra, algunas butacas, el estante repleto de copas, vasos y botellas vacías. Una escena como del ‘Titanic’.
«Es que yo me metí en algo que no es lo mío: surtir, servir tragos, hacer cuentas, y menos lidiar con borrachos. No sirvo para eso. Quedé endeudada hasta la coronilla, sobre todo con todos estos años de arriendo. Ay, me siento muy cansada, ya no doy más; me asaltan terribles pesadillas; por mi confundida cabeza se ha cruzado lo peor», se duele Carolina Trujillo Dávila, a sus 80 años íngrima, presa de la depresión, indefensa y en penumbras, en medio de su fascinante reino de impávidos muñecos.